24 septiembre 2008

El niño que no queria ir al parque

Abuelo y nieto



Recuerdo un día muy idílico cuyo esplendor todavía fue mayor debido a que mi nieto vino a visitarme.

El cielo era como una piscina de un color azul vibrante, salpicado de nubes blancas. El aire era limpio y estaba repleto de inusitadas fragancias de flores. Fue el día en el que aprendí algo de mi nieto, algo que todavía hoy recuerdo.

El rato que pasábamos juntos estaba todo planeado. Lo llevaba carretera abajo hasta un parque que había en el barrio. Allí la hierba estaba segada y la zona estaba limpia y cuidada. El área de juego donde se encontraban los columpios tenía colores metálicos muy vistosos, y todo era relativamente nuevo. Mi misión consistía en llegar al parque lo más rápidamente posible, pasar el rato juntos allí y después regresar a casa.

Para mí estaba todo claro. Poco imaginaba que mi nieto estaba a punto de enseñarme una importante lección.

Fotografía de Alvaro Campos



Resulta que Thomas tenía una misión distinta. Sencillamente vivía el momento, disfrutaba de la experiencia de cuanto sucedía. No tenía ni la necesidad ni la intención de ir al parque. Carecía de expectativas preconcebidas ni se planteaba que había un objetivo.

Al salir de casa, tan sólo habíamos recorrido unos pocos metros cuando se detuvo. Cogió una margarita silvestre del margen de la carretera. Contempló sus colores, estudiando el botón negro del centro de la flor y sus pétalos amarillos. Suavemente arrancó uno de esos pétalos y miró intrigado el polvo del polen color oro que moteaba sus dedos. Únicamente cuando su interés decayó quiso abandonar el lugar.

Yo estaba impaciente por llegar al parque, de forma que cogí su mano para tratar de guiarle. Si no nos apresurábamos, caería la tarde antes de que hubiéramos tenido la oportunidad de jugar en los columpios y en el tobogán. Sin embargo, unos pocos metros después, se detuvo de nuevo. Había encontrado un diente de león. Sopló sobre él y observó las suaves partículas revolotear en el aire. Siguió su imprevisible trayectoria mientras flotaban al compás de la brisa para finalmente posarse de forma delicada sobre el suelo. Volvió a soplar y observó lo que sucedía en un meditativo silencio. No había prisa ni urgencia alguna en sus movimientos. Cada nuevo soplido traía consigo una nueva experiencia y él tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar del momento. Sopló varias veces hasta que todas las partículas se hubieron desprendido y depositado en el suelo para germinar.

"Vamos al parque", le animé. Pero nos encontrábamos frente a un solar vacío que había entre dos casas. Dos o tres años antes, alguien había tirado allí unos escombros. Las hierbas salvajes crecían entre los viejos ladrillos y pedazos rotos de hormigón. Las flores despuntaban en medio de los escombros.
Thomas se dirigió directamente hacia allí. Quería escalar. Nunca llegaríamos al parque. Empecé a cuestionarme el objetivo de aquella tarde, o por lo menos el que yo había concebido. ¿Se trataba de su disfrute, o acaso era lo que yo imaginaba que debía ser?.

Mi nieto empezó a encaramarse por los escombros. Yo lo observaba con la ansiedad propia de un abuelo relativamente novel. Escaló el primer montículo con una expresión de alegría en sus ojos. Se detuvo frente a unos tallos de avena silvestre que eran tan altos como él. Cogió los granos, les quitó la capa exterior y palpó la semilla con sus dedos, notando su textura, la forma que tenía y su firmeza. Durante un rato, estuvo tan ensimismado que el resto del mundo pareció evaporarse.

A continuación, reemprendió la escalada. Se puso de pie sobre un tablón que crujió al soportar su peso, quedando su pierna colgada en una oquedad que había entre los escombros. Tuve que reprimir la imperiosa necesidad que sentía de correr a rescatarlo. Tuve que reconocer que lo inesperado puede reportar importantes enseñanzas. Esto formaba parte de su proceso de aprendizaje.

En lo alto de una pila de escombros descubrió una planta urticante y, cuidadosamente, extendió la mano. Y con el fin de investigarla la tocó en su minúsculo y rechoncho dedito. La planta reaccionó. Un estambre oculto se movió ante el contacto de la uña, confundiéndola con una abeja visitante. Mi nieto se rió sorprendido y me buscó con la mirada para saber si yo también había observado esta trampa de la naturaleza. El chiquillo se dedicó a probar con cada una de las flores que veía, riéndose divertido.

El tiempo no era importante, no tenía ningún objetivo. Pero finalmente, sin proponérselo llegó a la cima de la montaña de escombros (una pila que doblaba su altura). De la mirada de triunfo y satisfacción que dejaba traslucir su rostro parecía que hubiera acabado de conquistar el Everest.

Cuando habíamos salido de casa yo tenía una misión, un objetivo preconcebido. Para mí el paseo era el medio de alcanzar una meta: el parque de juegos infantiles. Para mi nieto el destino no era tan importante como el proceso de sencillamente disfrutar de las experiencias que surgieran por el camino.

Como mi padre, pensaba que tenía que enseñar a mis hijos muchas cosas. De hecho, creía que mi tarea y obligación era la de ejercer de maestro. La responsabilidad pesaba como una losa. Como abuelo, he descubierto que tengo mucho que aprender de mis nietos. En muchos sentidos, Thomas es mi tutor.

Nunca llegamos al parque.

George W. Burns en El empleo de metáforas en psicoterapia: 101 historias curativas.

4 comentarios:

Sylvaine Vaucher dijo...

¡ La fotografía misma es un texto!

Artea dijo...

Cierto Sylvaine.

La encontré en Flickr.

Bisou.

Anónimo dijo...

La sabiduría que ofrece el paso del tiempo. El pasóo muy bien y no dudo que el abuelo también. Para hacer una descripción así del paseo alborotado de un niño, hay que tener una gran sensibilidad.
Un placer la lectura.
Gracias por tu visita.
Nos vemos..

Artea dijo...

Un placer leerte por aquí Kilmtbalan.

El texto, en sí mismo, desconozco de quien es. Pues en el libro de donde lo saqué simplemente lo implementan como ejemplo de algunas cuestiones "curativas" que pueden obtenerse del mismo.

Lo hacen con otros muchos "cuentos"... que acaban convirtiéndose en verdaderos procesos de transformación.

Es la enseñanza que encierran los cuentos. Ya lo descubrimos de pequeñitos (al menos mi generación)...y ahora ya se va perdiendo.

¿Podremos vivir en un mundo sin cuentos?.

Un fuerte abrazo.
:)