20 diciembre 2008

Ya se ha ido

Palomas



Joanna, tensa y callada en la camilla de quiropraxia, mantenía la vista fija en el móvil que se bamboleaba encima de ella y giraba empujado por la suave brisa que entraba por la ventana abierta. Yo había descubierto ya algunas cosas sobre esa joven, que entró en el consultorio cojeando con sus muletas, preocupada por un tobillo distendido cuya hinchazón “estaba durando demasiado”. Ahora me encontraba sentada a sus pies, con los dedos medios suavemente apoyados en los lados opuestos de su tobillo amoratado y azul.

Esta tarea formaba parte de las que realizaba como asistente de una quiropráctica, a cambio de que ella me atendiera una rodilla que no había respondido al tratamiento médico tradicional. La doctora, reconocida en la zona por sus raras dotes curativas, tenía una clientela variada y empleaba diversos enfoques para aumentar su habilidad de quiropráctica: trabajo de energía, cristales y visualizaciones. Trabajar con ella me brindaba la oportunidad de aprender algo más sobre la medicina no tradicional; era bajo su dirección que ahora estaba aplicando a Joanna un “trabajo de energía”.



Moví despacio los dedos por una serie de puntos que la doctora había marcado con lápiz de fibra a cada lado del tobillo y el pie. Mi tarea consistía en buscar los dos pulsos: uno bajo el dedo medio de cada mano, y mantener el contacto hasta que ambos se sincronizaran en ritmo y potencia. Era la técnica que utilizábamos para calmar los espasmos musculares, pero también servía para aliviar zonas de congestión e inflamación causadas por lesiones. A veces los pulsos del paciente se alineaban rápidamente. En otras oportunidades se mostraban reacios. La facilidad con que se afectara la sincronización dependía con frecuencia del estado psicológico del paciente; como los pulsos de Joanna tardaban en responder, abordé el tema de su lesión.

¿Cómo le ocurrió esto? – pregunté.
Ella giro la cabeza y dejó escapar un suspiro exasperado.
¡Oh, fue algo tan estúpido! No hice más que cruzar la cocina con calzado de tenis; el pie se me quedó pegado al suelo mientras el resto de mi cuerpo seguía caminando. Y aquí estoy, con muletas por ocho semanas más.
– Se le quebró la voz al agregar: -No puedo hacer nada.
Cuesta aceptar que la vida nos detenga así –comenté, recordando lo mucho que mi rodilla me había enseñado sobre no poder actuar.
Bajo mis dedos, los pulsos de Joanna aún se negaban a coordinarse.
¿Qué estaría usted haciendo, en estos momentos, si no le hubiera ocurrido esto? –pregunté.
Normalmente, nada de importancia. Pero me ocurre en tan mal momento…
- Otra vez se le quebró la voz.
¿Es muy inoportuno?
Una pausa. Una mano se levantó para enjugar algunas lágrimas.
Sí. Peor momento es imposible.
Esperé. Después de darle un pañuelo de papel, pues se había echado a llorar sin disimulo, reanudé mi trabajo. Al cabo de un momento ella continuó:

Mi madre se está muriendo de cáncer. Y está en casa, porque es lo que prefiere. Pensábamos, ella y yo, que podríamos arreglarnos, con la ayuda de las enfermeras a domicilio. Pero así…
Pasé las manos a otro par de marcas y pregunté:
¿No hay otra persona que pueda ayudar?
Bueno, está mi padre, por supuesto, pero ellos nunca se han llevado bien.
¿Discuten? –pregunté, sin rodeos.
Joanna vaciló sólo un momento.
En realidad, no. Más bien es uno de esos matrimonios anticuados, en los que el marido sale a trabajar y la esposa se dedica a brindarle un hogar cómodo, sin que él se lo agradezca. Creo que mi madre acabó por cansarse de que no la apreciara y se aisló de él. Es como si vivieran en cajas separadas, sin tocarse, ni física ni emocionalmente.
Volví a mover las manos.
¿Y qué hace él, ahora que ella está tan enferma?
Una larga pausa. Luego, casi a disgusto:
El ayuda. Es decir: la atiende y la cuida. Constantemente le pregunta qué necesita y trata de que esté cómoda.
¿Y cómo reacciona su madre?
Durante muchísimo tiempo se negó a pedirle nada. Son una de esas parejas que nunca se dirigen la palabra, ¿comprende usted? Hablan con cualquiera, pero nunca entre sí. De esos que le dicen a una “Dile tal cosa a tu madre” o “Dile a tu padre que…” cuando el otro está allí mismo. Horrible.

Joanna parecía más recuperada al relatar las décadas de guerra fría entre sus padres.

- Cuando mi madre descubrió que tenía cáncer, entonces volvió a dirigirle la palabra. Yo estaba allí, en el hospital. Ella lo miró a la cara y le dijo: “Me muero, Ray.” El le dijo, llorando: “Deja que te ayude.” Y ella respondió: “No. Me cuidará Joanna”. Y yo lo hice. Yo la atendía, pero… -Llorando otra vez, señaló el tobillo con un gesto.- …ahora no puedo.
- No –reconocí-. Pero su padre sí puede, Joanna. Tal vez de eso se trate. Vea usted. –Toqué el móvil que giraba sobre su cabeza. –Imagine que este móvil representa a su familia. Cada miembro de la familia mantiene una posición fija, un papel que crea un delicado equilibrio. La enfermedad de su madre es como una brisa fuerte, que lo sacudió todo.
- Soplé con fuerza contra el móvil, que respondió con un tintineo. –Aun así, el equilibrio esencial se hubiera mantenido, pero… -Entonces levanté la mano para desenganchar una de las figuras colgantes del móvil. Al hacerlo, toda la estructura se inclinó para compensar. –Esto es lo que ocurrió con su familia. Esta lesión, Joanna, la apartó de su posición habitual entre sus padres y empujó a esos dos tercos, obligándolos a tratarse. Creo que puede ser una bendición.

El móvil se estabilizó en un ángulo audaz, mientras Joanna suspiraba profundamente.

Durante todos estos años creí que la culpa era de papá. Siempre me puse de parte de ella. Pero ahora he visto cómo lo castigaba cuando él trataba de ayudarle, tanto en el hospital como en casa. Nada de lo que él hacía le parecía bien. Y él no cejaba. Eso me asombró. Y por fin ella se ablandó un poco. Ahora, cuando voy a visitarla, papá nos atiende a las dos, nos hace bromas y hasta lograr hacerla reír. Y cuando estamos solos me dice: “Amo a tu madre, ¿sabes?. Siempre la he amado.” Y yo le respondo: “¡Díselo a ella!” Y él: “Eso trato, eso trato"

Mientras conversábamos, los pulsos habían comenzado a sincronizarse bajo la punta de mis dedos. Cuando terminé mi trabajo, la hinchazón había disminuido visiblemente. Tanto la energía como la circulación se movían con más eficiencia. Pero Joanna parecía no notarlo.

¿Así que no tengo que sentirme mal por no estar con ella? en realidad, yo sabía que era preferible mantenerme a un lado y dejar que papá lo hiciera todo. Pero me sentía tan culpable…

Usted tenía un papel familiar que representar y no hacerlo le costaba mucho. Hasta la palabra “familiar” proviene de “familia”, de aquello a lo que estamos habituados. Quizás hacía falta algo tan incapacitante como esta lesión para mantenerla a usted fuera de la escena. –Le entregué sus muletas. Las dos sonreíamos.

Si Joanna no hubiera tomado conciencia de su viejo papel que interfería entre sus padres, probablemente la habrían consumido los remordimientos por no poder cumplir con la promesa hecha a su madre. Su curación se produjo al lograr una visión más equilibrada de la relación entre sus padres y comprendió que su papel dentro de la familia, como apoyo y consuelo de su madre, en realidad permitía que la pareja continuara con sus viejas rencillas. La reconciliación de ambos la libró de una responsabilidad excesiva por la felicidad de su madre, responsabilidad que, de otro modo, podría haber cargado hasta mucho después de muerta ella.

También su padre experimentó una curación. Mi conjetura es que, antes de la crisis provocada por la enfermedad, la madre castigaba a diario a su esposo por alguna vieja indiscreción. La interacción de ambos se había cristalizado de tal modo que los esposos quedaron aprisionados por muchos años en conductas estereotipadas. Cuando se produjo la doble crisis provocada por el cáncer de la madre y la lesión de Joanna, el hecho de que ese hombre perseverara en sus esfuerzos por liberarse de su papel de indiferente, ofreciendo una y otra vez amor a su esposa, hasta que ella pudo aceptarlo, constituyó su propia curación y, por fin, la posibilidad de que la relación entre ambos se resolviera de una manera positiva.

Dos meses después, cuando Joanna volvió al consultorio para un último examen, me llevó aparte por un momento para decirme que, pocas semanas antes, su madre había fallecido en la casa.

Fue realmente bello. Estábamos todos allí. Mi esposo, mis hijos. Pero en el último instante ella quiso que la dejáramos sola con papá. ¡Quién iba a imaginarlo! ¡Después de haber pasado tantos años sin hablarle! Esperamos en la sala hasta que papá salió y nos dijo: “Ya se ha ido. Pero está bien. Sabía que yo la amaba.” Joanna se puso a llorar, incapaz de decir más, me estrechó la mano y, girando en redondo, salió apresuradamente de la oficina.

Robin Norwood en ¿Por qué a mí? ¿Por qué esto? ¿Por qué ahora?



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Jolin, qué bonito.
Llamadme sensiblera, pero se me saltan las lágrimas. Cuántas veces nos hemos encontrado en una situación enquilosada, como la de este matrimonio, de la que no sabíamos cómo salir?

Abrazos lacrimosos...

Artea dijo...

Sensiblera no suena bien.

Mejor mujer sensible. O ser humano sensible. Así nos equiparamos a nuestros semejantes.

Llorar ante la evocación de sentimientos como los presentes son un buen síntoma. Señala que el corazón es empático. Y eso es un bien que no conviene perder.

Nos han acostumbrado a pensar que llorar tiene algo de malo. Incluso parece que socialmente es un signo de debilidad.

Nada más débil que el control muscular y la fijación mental que impiden la exteriorización del llanto.

Si llorar des-ahoga. No hacerlo ahoga.

Es cuestión de elegir.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Hola de nuevo, Artea.
Pues también tienes razón en eso de que si nos desahogamos al llorar, el no llorar ahoga.
Interesante reflexión.
Y puesto que de momento tus consejos han sido muy acertados, volveré a tratar de seguir éste; de todos modos, en mi caso no suelo ahogarme.
Abrazos pretos.

Artea dijo...

Si eres fiel a tu interior, sabrás elegir cuando llegue el momento.

Un abrazo.